jueves, 17 de noviembre de 2016

Closetlgbt Sin Etiquetas

Maldita la necesidad que tenemos de ponerle nombre y apellido a las cosas, que si es bueno, que si es malo; que si es correcto, que si no; que si es blanco, que si es negro. Dicen que esta necesidad surgió de la curiosidad del ser humano, pero yo creo que solo es un simple resultado del control que pretendemos tener de las cosas.
A través del tiempo he logrado liberarme poco a poco del sentido de control con el cual fui educada.
“Tienes que estudiar, para ser una buena profesional, para que puedas tener éxito, para que puedas ser un ejemplo, para que tengas un buen sueldo”, siempre las cosas tan definidas, no por nosotros pero por una sociedad cuadrada y limitada. Y ¡cuidado con salir de los parámetros permitidos!, cuidado con ser diferente, con querer algo diferente. Eso sí que asusta a la gente señores.
Que la oscuridad asusta?¡Esperen a ver a alguien en su plena libertad! Eso puede aterrar a cualquiera.
Cuando me di cuenta de que podía amar a una mujer, lo único que deseaba era darle nombre a lo que sea que me estuviera sucediendo: lesbiana, transgénero, transexual, asexual, pansexual... lo que sea podía servir siempre y cuando aliviara la angustia que sentía al no entender lo que sucedía. No me había dado cuenta que todo este temor a la incertidumbre era una consecuencia natural del tipo de educación de una sociedad nerviosa e insegura.
Yo no lo llamaría naturaleza humana, porque nada de natural ni de inherente al hombre tiene la necesidad de etiquetar. Mas bien yo diría que es algo que hemos venido reproduciendo a través del tiempo y que no nos hemos atrevido a cambiar, nada más que una construcción social. Lo peor de todo
es que nos damos cuenta que con acciones personales podemos hacer que todo este desprecio y esta discriminación a lo desconocido desaparezca. Un buen paso puede ser reconocer quiénes somos, sin miedo a lo que puedan decir, porque entre más seamos menos “anormal” se volverá.
Las etiquetas solo se han encargado de crear gente que necesita despreciar, insultar a todo aquello que no coincide con sus conceptos. Y el problema se vuelve más grave cuando estas personas ocupan cargos o posiciones relevantes. Empecemos desde un ámbito político, donde la presidencia o la alcaldía son presididas por seres de mente cerrada y aplacada. Pero no descuidemos el ámbito familiar, donde un padre o una madre, un tío, un hermano o una prima no conciben ideas distintas a las “tradicionales”.
Es entonces cuando inicia la violencia: física, psicológica, verbal, no importa qué clase de violencia, al final es lo que es, y sí que pesa lidiar con ella.
Está en nuestras manos cambiar esta situación. Iniciar a construir un ambiente distinto, donde las etiquetas no sean el centro de nuestro universo, en donde no exista la necesidad de salir de un clóset, porque el clóset simple y llanamente ya no existe; donde podamos expresarnos libremente.
El primer paso hacia todo esto es dejar de cuestionar quiénes somos o lo que amamos.
Aceptar que no necesariamente debemos poner un nombre a lo que sentimos. Muchas veces somos los primeros en discriminarnos, y esperamos que esto no se expanda hacia todos los que nos rodean. El miedo se huele, y la inseguridad también. Resulta más o menos como cuando caminamos junto a un perrito enojado. La discriminación viene desde nuestro interior y se esparce en el universo. Basta de insultos, de arrepentimientos, de juicios: somos lo que somos y que esas etiquetas de lo que está “permitido” o lo que está “prohibido” no se nos contagien. Al final somos nosotros quiénes damos un significado a las cosas, y no las cosas las que nos definen.

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